Por:
Ángel Custodio Velásquez
RESUMEN
La crisis del Feudalismo, a finales del siglo XV, facilitó la configuración del sistema-mundo capitalista apuntalado por los avances del comercio, el enciclopedismo, los descubrimientos en la mecánica, hidráulica y la física, el debilitamiento del Estado Absolutista y el auge del liberalismo económico. En este marco, se fue configurando la razón moderna que concibe la historia como un proceso de avance de la sociedad de estadios inferiores a superiores, de allí se derivó la idea de progreso en el que la humanidad alcanzaría el bienestar y la felicidad a partir de la aplicación de la ciencia, la técnica y utilizando la naturaleza como recurso con lo cual se alcanzaría la industrialización. Con la expansión del sistema-mundo capitalista por Europa y otros continentes, esta cosmovisión fue trasladada e impuesta a Nuestra América a través de los procesos de colonización y sometimiento de la población nativa, extensiva al ser, el saber y el poder y duró más de 300 años en el cual el continente se insertó en este sistema –mundo en el modelo primario exportador a mediados del siglo XIX; en el modelo de industrialización sustitutiva después de la segunda guerra mundial guiado por la CEPAL para desarrollar América Latina, que arrojó resultados contrarios a los propuestos.
INTRODUCCIÓN
El presente trabajo se inscribe en el área de Multipolaridad e Integración de Nuestra América, en el sub-área: ALBA, Comunidad Suramericana de Naciones y ubicado estratégicamente en la Nueva Geopolítica Internacional del Plan Nacional “Simón Bolívar”, y forma parte de una investigación más amplia que lleva por título: Crisis de los enfoques del desarrollo en nuestra américa, con énfasis en Bolivia, Ecuador y Venezuela. 1990 – 2010, que adelanta el autor en el marco del Doctorado: Ciencias para el Desarrollo Estratégico que ejecuta la Universidad Bolivariana de Venezuela (UBV).
A finales del siglo XV y principios del XVI, a consecuencia de la crisis del Modo de producción feudal, se empezó a configurar en Europa el sistema-mundo capitalista, sustentado en una concepción lineal de la historia según la cual las sociedades marchan de estadios inferiores a superiores que dio lugar a la idea de progreso en el que los seres humanos alcanzarían el bienestar general de la sociedad a través de la aplicación de los conocimientos alcanzados por la Ciencia, como máxima expresión de la razón moderna, el hombre moral y la industrialización de las sociedades para alcanzar el desarrollo. La nueva episteme en construcción, ayudada por los avances técnicos y el liberalismo económico, se extendió por Europa. Pero también se expandió al resto de los continentes a través de los procesos de invasión y colonización de los territorios. Esta colonización fue extensiva al ser, el poder y el saber. Con esa impronta, América Latina se articuló al mercado mundial a mediados del siglo XIX en el marco de una División internacional del trabajo en la cual el continente enviaba a los países centros materia prima y recibía, a cambio, productos elaborados.
Este modelo de acumulación de capital, conocido como primario exportador, se va a extender en el continente hasta finales de la primera década del siglo XX.
Después de la II guerra mundial, que las potencias emergentes se distribuyeron el mundo, América se reinserta en el nuevo cuadro geopolítico en el modelo de sustitución de importaciones. En este nuevo orden mundial bipolar que marcó el inicio de la “guerra fría”, el desarrollo latinoamericano fue dirigido por la CEPAL, institución nacida en el seno de la ONU, con los mismos paradigmas construidos en Europa bajo la lógica del pensamiento moderno, que alejaron al continente del bienestar social prometido por el desarrollo y se exacerbaron serios problemas económicos, políticos y sociales aún presentes.
Este trabajo, en aras de aportar a las reflexiones que se vienen haciendo en el continente sobre el desarrollo, analiza el surgimiento de la llamada modernidad, el modernismo y la modernización que se configura en Europa a partir del inicios del siglo XVI, la expansión del sistema-mundo por los demás continentes a partir de los procesos de colonización de los territorios, la inserción de América a dicho sistema-mundo en expansión con su carga desarrollista y se hace una revisión panorámica de las teorías que se conformaron al interior de la CEPAL como institución rectora del desarrollo en este continente.
Esta reflexión es casi obligada para los colectivos políticos e intelectuales latinoamericanos en esta coyuntura histórica, a propósito del proceso de cambios en que vive el continente en los que los pueblos buscan sacudirse del yugo del capital y exploran nuevas formas de vida humanizadoras que logren una armonía plena con la naturaleza y promueva nuevas formas de relacionamiento que reconozca las diferencias, lo diverso y la pluriculturalidad de nuestros pueblos. O encontramos y construimos nuevos modelos societales en los cuales sea posible construir vida, o corremos el riesgo de sucumbir ante la avalancha desarrollista. He allí el reto.
1. La modernidad se incubó en el corazón del régimen feudal
Los seres humanos en todas las épocas de la historia, han cumplido con dos grandes tareas inevitables para sobrevivir: han producido sus bienes materiales de subsistencia de donde han derivado diversas formas de intercambio y relaciones sociales; y han garantizado la procreación para darle continuidad a la especie humana; pero en torno a estas dos grandes tareas, han construido sociedades diversas y edificado múltiples formas de concebir el mundo, de relacionarse con la naturaleza y entre ellos mismos; de producir sus bienes materiales y espirituales de vida; de organizarse para tomar decisiones; creencias, mitos y costumbres y una variedad de expresiones subjetivas y materiales en un tiempo y un espacio determinado que, en conjunto, forman parte de una formación económico-social compleja, articulada en un todo abierto en movimiento y transformación permanente.
Debido e ese movimiento societal, en Europa, a finales del siglo XV y principios del siglo XVI, se produjo un cambió de época: el auge del comercio debilitó significativamente las relaciones sociales de servidumbre sustentadas en la propiedad de la tierra: el capital invertido en actividades comerciales, formó parte importante del modelo de acumulación originaria de capital. La expansión del comercio impulsó la creación de espacios políticos y económicos que trascendieron los feudos y apuntaron a la formación de lo que serían después las naciones burguesas; el trabajo servil se hizo improductivo y el hambre invadió las regiones rurales de Europa; el crecimiento de las ciudades debilitó la posición privilegiada que tenía el campo.
Asimismo, con los descubrimientos en la hidráulica, la mecánica y la Física aunados al pensamiento enciclopedista, la ciencia logró desplazamientos importantes del pensamiento teológico del Modo de Producción Feudal, la manufactura arruinó los talleres artesanales, la acumulación de dinero en manos de mercaderes y banqueros entró en contradicción con el fraccionamiento feudal. Este complejo proceso llevó a que desde mediados del siglo XV, se advierten claramente en la vida del europeo, una etapa diferenciada y clave para el inicio de otro período histórico que algunos autores definieron como la modernidad.
2. La modernidad: significado y expansión.
Sobre la modernidad, no existe un criterio único sobre su inicio y su culminación; sin embargo muchos autores coinciden en señalar que los albores de la modernidad tienen sus raíces en el siglo XVI y que se extienden hacia el siglo XX. En ese sentido,” Hay una forma de experiencia vital –la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida- que comparten hoy los hombres y mujeres de todo el mundo de hoy. Llamaré a este conjunto de experiencias la (Berman; 1988: 1). No obstante, ello está precedido por un primer momento que se denominaría premoderno en el cual se encuadraría “(...) tanto al modo de pensar mítico, al pensamiento griego y al mismo cristianismo, ya que su concepción del tiempo, al igual que su concepción del sujeto (o su falta de tal concepción), hacen que la solución a los problemas de aquí abajo sea buscada fuera del propio mundo. Las salidas propuestas irán enlazadas con las ideas de origen y de magia o divinidad” (Urdanibia, 1990: 51).
Rousseau es el primero en utilizar la palabra moderniste en el sentido que fue usada durante los siglos XVIII y XIX; y es, a su vez, la fuente de algunas de nuestras tradiciones modernas más vitales, desde la ensoñación nostálgica hasta la introspección psicoanalítica y la democracia participativa.
Berman divide lo que el llama “la historia de la modernidad” en tres grandes fases: en la primera fase, que comienza en el siglo XVI y se extiende hasta finales del siglo XVIII, las personas comienzan a tener las primeras experiencias de la vida moderna; apenas si saben con qué han tropezado, buscan un vocabulario adecuado para representar los nuevos fenómenos sociales que empiezan a surgir, tienen poca sensación de pertenecer a un público o comunidad moderna en la cual pudieran compartir sus esfuerzos y esperanzas.
La segunda fase comienza con la gran ola revolucionaria de la década de 1790, dando lugar a la Revolución Democrático burguesa con todas sus repercusiones. Surge un público moderno que comparte la sensación de estar viviendo una época revolucionaria que genera insurrecciones explosivas en todas las dimensiones de la vida personal, social y política. Pero al mismo tiempo el público moderno del siglo XIX pudo recordar lo que es vivir material y espiritualmente, en mundos que no son en absolutos modernos. “De esta dicotomía interna, de esta sensación de vivir simultáneamente en dos mundos, emergen y se despliegan las ideas de modernización y modernismo” (Berman; 1988:3).
En la tercera fase, en el siglo XX, el proceso de modernización se expande para abarcar prácticamente todo el mundo y la cultura del modernismo en el mundo con mayores avances tecnológicos se logran triunfos espectaculares en el arte y en el pensamiento. “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos prometen aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernas atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos a una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx,” (Berman; 1988: 1). En ese mismo orden de ideas, los procesos sociales que dan origen a esta vorágine en el siglo XX, manteniéndola en un constante devenir, han recibido el nombre de modernización, los cuales nutrieron, en la historia mundial, una variedad de ideas y visiones que pretenden hacer de los hombres y mujeres los sujetos y objetos de la modernización, darles el poder de cambiar el mundo que está cambiándoles, abrirse paso a través de la vorágine y hacerla suya.
Los pensadores del siglo XIX eran, al mismo tiempo, enemigos y entusiastas de la vida moderna en incansable lucha con sus contradicciones y ambigüedades. La fuente principal de su capacidad creativa radicaba en las tensiones internas y en su ironía hacia sí mismos. Sus sucesores en el siglo XX, se orientaron mucho hacia las polarizaciones rígidas y las totalizaciones burdas. (...)”La modernidad es aceptada con un entusiasmo ciego y acrítico, o condenada con un distanciamiento y un desprecio neo-olímpico; en ambos casos es concebida como un monolito cerrado, incapaz de ser configurado o cambiado por los hombres modernos. Las visiones abiertas de la vida moderna han sido suplantadas por visiones cerradas; el esto y aquello por el esto o aquello (...)” (Berman; 1988: 11). Esta aceptación o condena de la modernidad en sus diversos matices, por entender sus paradojas, se reflejó también en el pensamiento que en el seno de la vida moderna se fue construyendo. Por ello, (...)” El pensamiento moderno, desde Marx y Nietzsche, ha crecido y se ha desarrollado en muchos aspectos; no obstante nuestro pensamiento acerca de la modernidad parece haber llegado a un punto de estancamiento y regresión” (Berman;1988: 11)
Pero la modernidad en su forma más ambiciosa “(...) fue la afirmación de que el hombre es lo que hace y que, por lo tanto, debe existir una correspondencia cada vez más estrecha entre la producción – cada vez más eficaz por la ciencia, la tecnología o la administración -, la organización de la sociedad mediante la ley y la vida personal, animada por el interés, pero también por la voluntad de liberarse de todas las coacciones (...)” (Touraine; 1998: 9).
Lo señalado no podía ser alcanzado sino mediante el triunfo de la razón. Sólo ésta podía establecer una correspondencia entre una cultura científica, una sociedad ordenada e individuos libres. Es la razón la que anima a las ciencias y sus aplicaciones porque es también la que “(...) dispone la adaptación de la vida social a las necesidades individuales o colectivas; y es la razón, finalmente, la que remplaza la arbitrariedad y la violencia por el estado de derecho y por el mercado. La humanidad al obrar según las leyes de la razón, avanza a la vez hacia la abundancia, la libertad y la felicidad” (Touraine; 1998:9).
La modernidad no es tan sólo cambios; es también difusión de los productos creados a través de la actividad racional, científica, tecnológica y administrativa. Lo que implica una creciente diferenciación de los diferentes sectores de la vida social: la economía, la política, la cultura, la vida familiar, el arte, la religión y excluye la posibilidad que estos elementos estén organizado desde la perspectiva de su integración en una visión general. La modernidad excluye todo finalismo, implica secularización y desencanto y no excluye la idea del fin de la historia, como lo atestiguan pensadores como Comte, Hegel, Marx. Pero el fin de la historia, según esta visión, es más bien una suerte de “fin de una prehistoria” y comienzo de un desarrollo impulsado por el progreso técnico, la liberación de las necesidades y el triunfo del espíritu. En ese mismo orden “la idea de modernidad remplaza, en el centro de la sociedad, a Dios por la ciencia y, en el mejor de los casos, deja las creencias religiosas para el seno de la vida privada. No basta con que estén presentes las aplicaciones tecnológicas de la ciencia para poder hablar de sociedad moderna. Es necesario, además, que la actividad intelectual se encuentre protegida de las propagandas políticas o de las creencias religiosas; que la impersonalidad de las leyes proteja contra el nepotismo, el clientelismo y la corrupción; que las administraciones públicas y privadas no sean los instrumentos de un poder personal; que vida pública y vida privada estén separadas, como deben estarlo las formas privadas y el presupuesto del Estado o de las empresas” (Touraine; 1998: 17). La modernidad “(...) surgirá con la idea de sujeto autónomo, con la fuerza de la razón y con la idea de progreso histórico hacia un brillante final de la tierra (...)” (Urdinibia, 1990:51) y está casi absolutamente consustanciada con la racionalización.
Pero la particularidad del pensamiento occidental, en el momento de su mayor identificación con la modernidad, consistió en que ésta quiso pasar del esencial papel adjudicado a la racionalización, a la idea más amplia de una sociedad racional, en la que la razón no rige tan solo la actividad científica y tecnológica, sino también el gobierno de los humanos y la administración de las cosas; se trata de una sociedad fundada en el cálculo mediante el cual los seres humanos, en un proceso complejo y a través de sus creaciones, alcanzarían la felicidad. Pero la racionalización en tanto componente de la modernidad, se convierte en indispensable para alcanzar la modernización; la cual “(...) no es el producto de un déspota ilustrado, de una revolución popular o de la voluntad de un grupo dirigente, sino la obra de la razón misma y, por lo tanto, sobre todo de la ciencia, la tecnología y la educación, de suerte que las medidas sociales de modernización no deben tener otro fin que el de despejar el camino de la razón al suprimir las reglamentaciones, las defensas corporativistas o las barreras aduaneras, al crear la seguridad y la previsión de que tiene necesidad el empresario y al formar agentes de gestión y operadores competentes y concienzudos (...)” (Touraine; 1998: 18).
Empero, paradójicamente, las diferentes formas de modernizaciones en el mundo han sido llevadas adelante más por la acción de actores políticos, sociales y culturales reales, que por la racionalización misma, en cierta forma paralizada por la resistencia de las tradiciones y los intereses privados de grupos, sectores y clases sociales. Esta idea de sociedad moderna ni siquiera se corresponde con la experiencia de los países europeos en los que los movimientos religiosos y la gloria del Rey, la defensa de la familia y el espíritu de conquista, la especulación financiera y la crítica social desempeñaron un papel tan importante como los progresos técnicos y la difusión de los conocimientos; pero constituye un modelo de modernización, una ideología cuyos efectos teóricos y prácticos han sido considerables (Touraine; 1998). Por tanto, “La ideología occidental de la modernidad, que se puede llamar modernismo,, remplazó la idea de sujeto y la idea de Dios – a la que aquélla se hallaba unida-, de la misma manera en que fueron remplazadas las meditaciones sobre el alma por la disección de los cadáveres o el estudio de la sinapsis del cerebro. Ni la sociedad ni la historia ni la vida individual, sostienen los modernistas, están sometidos a la voluntad de un ser supremo a la que habría que obedecer o en la cual se podría influir mediante la magia. El individuo sólo está sometido a leyes naturales” (Touraine; 1998:21).
Esta concepción de la vida social corresponde a la filosofía de la ilustración que tuvo como uno de sus máximos exponentes a Jean-Jacques Rousseau, cuya obra, en gran medida, estuvo orientada a la búsqueda de la transparencia y la lucha contra los obstáculos que oscurecen el conocimiento y la comunicación. “(...) El espíritu de la ilustración quiere destruir no sólo el despotismo sino también los cuerpos intermedios, como lo hizo la Revolución Francesa [Revolución Democrático Burguesa]: la sociedad debía ser tan transparente como el pensamiento científico. Y esta es una idea que ha permanecido muy presente en la concepción francesa de república y en la convicción de que ésta debe ser, ante todo, portadora de ideas universalistas: la libertad, la igualdad y la fraternidad. Lo cual abre las puertas tanto al Liberalismo como a un poder que podría ser absoluto, porque podría ser racional y comunitario, poder que anuncia ya el Contrato social. Poder que tratarán de construir los jacobinos y que será el objeto de todos los revolucionarios, constructores de un poder absoluto porque es un poder científico y destinado a proteger la transparencia de la sociedad contra la arbitrariedad, la dependencia y el espíritu reaccionario” (Touraine; 1998: 20).
Los iluministas del siglo XVIII dejaron un espacio abierto a la vida social en tanto consideraban no bastaba con el imperio de la razón para remplazar la arbitrariedad de la moral religiosa por el conocimiento de las leyes de la naturaleza, ya que el sometimiento al orden natural de las cosas, procura placer y corresponde a las reglas del gusto. Había que liberarse de todo pensamiento dualista e imponer una visión naturalista del ser humano no entendida sólo desde el punto de vista materialista, en el sentido del origen del mundo y de las cosas, sino también el origen y fundación de las verdades. Aquí el concepto naturaleza y razón tienen como función principal ”unir el hombre y el mundo”, como lo hacía la idea de creación, casi siempre más opuesta que asociada a la naturaleza, solo que permite al pensamiento y a la acción humana, obrar sobre la naturaleza al conocer y respetar sus leyes, sin recurrir a la revelación ni las enseñanzas de la iglesia.
La referencia a la naturaleza tiene una función crítica y antirreligiosa. Se trata de darle al bien y al mal un fundamento que no sea ni religioso ni psicológico, sino solamente social. En ese sentido, la idea según la cual la sociedad es fuente de valores, de que el bien es útil a la sociedad y el mal es lo que perjudica su integración y su eficacia, es un elemento clásico de la ideología de la modernidad. En ésta, la fe de la comunidad, pasó a ser el interés de la colectividad y se tomó de la antigüedad griega el reconocimiento de la ciudadanía y el estado libre como bien supremo. En ese orden, “La formación de un nuevo pensamiento político y social es el complemento indispensable de la idea clásica de modernidad asociada a la de secularización. La sociedad remplaza a Dios como principio del juicio moral y llega a ser, mucho más que un objeto de estudio, un principio de explicación y de evaluación de la conducta humana” (Touraine; 1998: 23).
En ese orden, Maquiavelo, con su juicio a las acciones de las instituciones políticas sin recurrir a un juicio moral- religioso; y luego la idea común de Hobbes y Rousseau de que el orden social se crea por una decisión de los individuos que se someten al poder del Leviatán o a la voluntad general expresada en el contrato social, no sólo establecen el piso de la ciencia social y política sino también dan un rudo golpe a las ideas religiosas y ya los problemas sociales son explicados a partir del hombre y como producto de los hombres; el principio del bien y el mal no es representación de un orden establecido por Dios o por la naturaleza, es pura acción humana movida por la razón. Este nuevo pensamiento se amplía y sirve de fundamento en la lucha contra el Estado Absolutista, pero ”(...)La Revolución Francesa[Revolución Democrático Burguesa] lleva esta evolución al extremo cuando identifica la nación con la razón y el civismo con la virtud, y todas las revoluciones posteriores imponen a los ciudadanos deberes cada vez más apremiantes que culminarán con ‘el culto a la personalidad’ (…)” (Touraine; 1998: 24). En el contrato social aparecen los actores y sus funciones en la vida social, pero también se manifiesta un soberano que es la sociedad misma que constituye un cuerpo social regida por la razón, con su máxima expresión en la ciencia con todas sus divisiones, clasificaciones y objetos de estudios; a partir de la cual se le daría explicación a los problemas terrenales de los seres humanos, se producirían las grandes verdades, contribuiría a la producción de los bienes materiales, a través del uso de la tecnología, y el hombre ordenaría su intervención de una manera más eficaz sobre la naturaleza, transformándola y poniéndola a su servicio.
Sin embargo, lo que Berman llama modernidad, Inmanuel Wallerstein, le denomina sistema-mundo capitalista, que inicia su conformación a principios del siglo XVI. En este proceso, América se articulaba a la nueva estructura mundial de poder que se expandía por el mundo: ”(...) el capitalismo - un patrón de dominación-explotación-conflicto articulado en torno del eje capital-trabajo mercantizado, pero que integra todas las formas históricamente conocidas de trabajo - se constituyó con América, desde hace 500 años, como una estructura mundial de poder; se “desarrolló” desintegrando todas las configuraciones de poder previas, absorbiendo y redefiniendo aquellos elementos y fragmentos estructurales que le fueran útiles o necesarios, e imponiéndose exitosamente hasta la fecha sobre todos los posibles patrones alternativos.” (Quijano: 2000, 12).
3. La modernidad se hace extensiva a la economía y perfila el capitalismo Simultáneamente, la ideología modernista que corresponde a la forma históricamente particular de la modernización occidental, no triunfó solamente con el dominio de las ideas de la filosofía de la ilustración “(...). Esta ideología dominó también la esfera económica, en la que tomó la forma de capitalismo, que no puede reducirse ni a la economía de mercado ni a la racionalización. La economía de mercado corresponde a una definición negativa de la modernidad, significa la desaparición de todo control holista de la actividad económica, la independencia de ésta respecto de los objetivos propios del poder político o religioso y de los efectos de las tradiciones y de los privilegios. La racionalización, por su parte, es un elemento indispensable de la modernidad (...)” (Touraine; 1998: 31). El modelo dominante de la modernización occidental, redujo al mínimo la acción voluntaria orientada por valores culturales o por objetivos políticos y descarta así, por esta vía, la idea de desarrollo, que se alcanza, por el contrario y fundamentalmente, a partir de la interdependencia de las empresas económicas, los movimientos sociales y las intervenciones del poder político y sus instituciones.
Las sociedades en las que se desarrollaron las prácticas y el espíritu de la modernidad trataban de poner cierto orden más que poner en movimiento las cosas: organización del comercio y de las reglas de intercambio mercantil, creación de una administración pública y del estado de derecho, difusión del libro, crítica de las tradiciones, de las prohibiciones y de los privilegios. La concepción clásica de la modernidad es, ante todo, la construcción de una imagen racionalista del mundo que integra el hombre en la naturaleza, el microcosmo en el macrocosmo y rechaza toda forma dualista del cuerpo y del alma, del mundo humano y del mundo trascendente. O como la concibe Anthony Guiddens “(...)como esfuerzo global de producción y de control cuyas cuatro dimensiones principales son el industrialismo, el capitalismo, la industrialización de la guerra y la vigilancia de todos los aspectos de la vida social (...) la tendencia central del mundo moderno lo impulsa hacia una globalización creciente, que toma la forma de la división internacional del trabajo y de la formación de economías mundiales, pero también la forma de un orden militar mundial y del refuerzo de los Estados nacionales que centralizan los sistemas de control (...)” (Touraine,1998:35).
4. Articulación de Nuestra América al sistema-mundo capitalista Sin embargo, lo que Berman llamó modernidad, Inmanuel Wallerstein, le denominó sistema-mundo capitalista, que inicia su conformación a principios del siglo XVI. Pero este proceso en su desarrollo, si bien tiene sus principales asientos en Inglaterra, avanzó en Europa, sobre América, Asia y África a través de los procesos de invasiones. Las demás regiones de la tierra se articularon con ella como regiones dependientes de la conformación colonial, bajo la égida del pensamiento emanado de la revolución democrático-burguesa en Francia en 1789, (libertad, fraternidad y justicia), las ideas positivistas de orden y progreso, que a mediados del siglo XX, después de la segunda guerra mundial, asume la forma de desarrollo en el continente. América se articulaba a la nueva estructura mundial de poder que se expandía por el mundo: ”(...) el capitalismo - un patrón de dominación-explotación-conflicto articulado en torno del eje capital-trabajo mercantizado, pero que integra todas las formas históricamente conocidas de trabajo - se constituyó con América, desde hace 500 años, como una estructura mundial de poder; se “desarrolló” desintegrando todas las configuraciones de poder previas, absorbiendo y redefiniendo aquellos elementos y fragmentos estructurales que le fueran útiles o necesarios, e imponiéndose exitosamente hasta la fecha sobre todos los posibles patrones alternativos.” (Quijano: 2000, 12).
Esta concepción se materializó en América latina, después de la invasión europea, a través de los grupos militares que tuvieron una gran incidencia en el poder, después de constituidos los Estados liberales subordinados a Europa. “El concepto de ‘sociedad evolutiva’ que parte de la eliminación de lo ‘inferior’ en función de la conquista de lo superior, se convirtió en ‘idea-fuerza’ en América latina a partir de la influencia que alcanzaron en el poder, grupos organizados militarmente en torno al ideario positivista. El positivismo puede ser en ese sentido, considerado como un tipo de ideología endocolonialista que propugna la destrucción de las relaciones ‘no modernas’ de producción” (...) (Mires; 1993: 31). Esta visión permitiría que los seres humanos superaran sus condiciones de vida presente, a través del trabajo y el desarrollo de la ciencia y la técnica.
En efecto, la invasión de los europeos al continente a finales del siglo XV y principios del XVI, y posterior colonización, explotaron y expoliaron las riquezas de América; ejercieron el comercio de la trata negrera para resolver la crisis que vivía el Estado monárquico español para el momento, en nombre del progreso, la modernidad y el cristianismo.
La invasión, no solamente significó el sometimiento de nuestros pueblos en calidad de esclavizados, en donde también los seres humanos traídos de África como animales, fueron convertidos en mercancías sujetos a la relación compra-venta y, al igual que su prole, eran propiedad de su acreedor, sino también impusieron las lenguas europeas, con preminencia del español, en casi todo el continente, suplantando las lenguas nativas.
Igualmente, también hubo una colonización del poder en tanto que sustituyeron las formas de relacionamiento, entre ellos y entre ellos y la naturaleza, de nuestras comunidades nativas e impusieron los principios políticos, filosóficos y la estructura del Estado liberal burgués con su división de poderes reinante en el viejo continente, sobre todo en España.
De la misma manera, la colonización se extendió hasta las creencias, sustituyeron la condición politeísta por el Dios occidental; las formas ancestrales de curar por las formas convencionales reinantes en Europa; y suplantaron las formas de conocer de los nativos por los paradigmas europeos. Es decir, hubo una colonización epistemológica, como dijera Aníbal Quijano, que redujo a lo más mínimo la cultura de nuestros pueblos, suplantada por la de Europa, proceso que también formó parte de la Acumulación Originaria de Capital en nuestro continente, a comienzo de lo que se conoció como la apertura del capitalismo mundial en su fase mercantil.
En resumidas cuentas, se puede decir que el proyecto colonizador de las Américas, se caracterizó, en los primeros 150 años, entre otras cosas, por grandes éxitos económicos para España, la Corona y la minoría que participó directamente en el proceso de invasión y conquista, por la destrucción de buena parte de la población nativa, por el empeoramiento de las condiciones de vida de la población que logró sobrevivir al proceso invasor; y por la vinculación de significativas regiones a polos económicos dinámicos productor de excedente bajo la forma de metales preciosos el cual era transferido a España y tuvo como clase dominante a los hombres ligados directamente a este país, al aparato del Estado y el control que ejercían sobre el sistema de producción.
Este proceso se extendió en todo el continente y, particularmente, en Venezuela, durante la época colonial, la neocolonial y la recolonial a través del mecanismo de la dependencia que se fue acentuando con la incorporación del continente al mercado mundial a mediados del siglo XIX, en el marco del modelo primario-exportador que dejó como herencia histórica modelos económicos monoproductores harto especializados dependiendo de las potencialidades socio-productivas de cada país. Posteriormente, América Latina se articuló a los Estados Unidos con la implantación del modelo de sustitución de importaciones, después de la II Guerra Mundial y al Modelo neo-liberal inaugurado por el gran capital transnacional a partir de los años 80’ del siglo XX, con hegemonía hoy en el mundo.
A lo largo de este proceso, la sujeción del continente a los grandes centros de poder europeos cada día fue mayor. “Hasta el siglo XIX Europa centralizó en su propio espacio las relaciones entre capital y trabajo asalariado, y en torno de ellas se articularon las demás formas de trabajo en el resto del mundo y, en consecuencia, las relaciones entre Europa y los demás pueblos del planeta” (Quijano: 2000, 21). A la profundización de la subalternización de los países del continente a Europa, le correspondió un avance en la dependencia política, cultural y militar de los mismos que se extendió en el campo epistemológico. En este proceso se fue configurando en el continente americano el denominado “sueño europeo” que pervivió aproximadamente hasta después de la segunda guerra mundial. La dificultad de despojarse de una ideología orientada por la idea-fuerza de “ser como Europa”, se sustituyó, hacia la segunda década del siglo XX, por el “sueño americano” con la que aún persistente con la fuerza de los templos en muchos cientistas sociales, instituciones y mandatarios en el continente.
Esta notable expansión de Europa, no sólo permitió la imposición de formas de producción, de relaciones políticas de sujeción de mayorías a minorías –internamente- y relaciones desiguales entre el continente y los centros de poder en Europa, sino también a la acentuación de patrones culturales y de un lenguaje producido desde la razón moderna, que alcanza su máxima expresión en un modelo de ciencia hegemónico, como la forma aceptada para producir conocimientos. Europa se hizo también el eje de la elaboración intelectual de la experiencia colonial /moderna del conjunto del sistema-mundo capitalista. El resultado fue el eurocentrismo, una perspectiva de conocimiento tributaria por igual de las necesidades capitalistas de desmitificación del pensamiento sobre el universo, y de las necesidades del “blanco”, como parte constitutiva del capital, de legitimar y perpetuar su dominación-explotación sobre las demás “razas” como superioridad natural. La élite que logró la hegemonía política y económica también impuso su episteme.
El conocimiento logrado en Europa, principalmente el positivismo, su cuerpo teórico-epistemológico, conceptual y categorial – impuesto desde el poder y difundido como “la verdad” al resto de los continentes- no sólo sirvió de referente para los cambios sino que también se convirtió en el mayor soporte teórico-filosófico de la ciencia en América latina, que terminó profundizando la colonización epistemológica del continente antes señalada.
5. El sueño del desarrollo sigue latente en el continente Con esta herencia epistemológica eurocéntrica, América Latina insiste en la necesidad del desarrollo, el cual toma gran relevancia después de la segunda guerra mundial, cuando Estados Unidos se plantea la recuperación de Europa a través del Plan Marshall y “el desarrollo” de América Latina.
La ideología modernista copó todos los continentes En efecto, llegó al continente en un momento en que “(...) el poder ascendente de la civilización occidental y su apuesta por la modernidad llegó a esta región de una manera brutal. Desde la época de la conquista española, el intento de incorporar pueblos y culturas tradicionales ha sido de interés capital para Occidente. La violencia ocupa una posición central en la evolución hacia –y de- la modernidad (...)” (Hernández; 1995:112).Pero llegó en el continente como en todas partes, suplantando lo tradicional por lo moderno, a nombre del progreso, imponiendo una sola forma de concebir el mundo; a nombre de la libertad pero restringiendo los derechos; ofertando la prosperidad pero reduciendo los pueblos a condiciones precarias de existencia; es decir, la modernidad se enclavó en el cuerpo de América Latina con su irresuelta ambivalencia. Por eso es que la modernidad es “(...) Como la luna, tiene dos caras: la del desarrollo y el optimismo, por la expansión de las oportunidades de crecimiento y de vida mejor. Del otro lado, la del lado oscuro, los peligros de mayor inseguridad, catástrofes ecológicas, desequilibrios internacionales o inter-regionales al interior de un país (Correa Ríos; 1995: 91).
Ese conjunto de contradicciones; de avances y retrocesos, de ir y venir que no encuentra estabilidad y que en la medida que pasa el tiempo, a la población del continente la justicia, libertad, prosperidad, se le pone más lejos, ha sido un factor común e inherente al proyecto modernizador en América Latina. A pesar de ello, la ideología de la modernización sigue presente, con la fuerza de la fe, en los discursos de instituciones regionales e internacionales, en cientistas sociales, en mandatarios de derecha e izquierda de la política latinoamericana. La diferencia, es la forma cómo alcanzar el sueño moderno. Quizás haya sido así porque “En América Latina la modernización fue un proyecto político, no una realidad con la que se encontraron los movimientos reformistas y revolucionarios de los años ’30 en adelante. Aquí había que crearlo todo, o casi todo. El dinamismo societal no era suficiente para generar un producto interno que permitiera sacar a nuestros países del atraso. Dicho en un lenguaje de actualidad, la sociedad civil latinoamericana no tenía la suficiente consistencia para servir de motor interno al proceso de modernización, razón por la cual la sociedad política tuvo que hacerse cargo. Lo que hace crisis en esta época de nuestra historia es el paradigma con el cual se emprendió la tarea de la modernización (...)”(Salamanca; 1995: 144).
En efecto, el ideario moderno se fundamentó en una concepción evolucionista de la sociedad según la cual las sociedades marchan de estadios inferiores a superiores; y, por tanto, las que pudieron industrializarse son consideradas superiores a las que no han alcanzado ese nivel. Esto se alcanzaría con los hallazgos de la ciencia, la aplicación de la técnica y gobernando a la naturaleza para ponerla al servicio de los humanos. De esta manera se alcanzaría el progreso. Este lo apuntalaría la industrialización (modernización) de los países y la formación de ciudadanos morales guiados por la razón y la cultura moderna (modernismo).
En este proceso, jugaron papeles importantes la industrialización de Inglaterra en su primera fase: 1750 – 1760, los principios políticos emanados de la revolución democrático-burguesa en 1789: libertad, fraternidad, igualdad y el pensamiento de la ilustración del siglo XVIII y XIX. Sobre estos fundamentos teóricos - filosóficos, la Europa capitalista tomó las riendas del mundo imponiendo su sistema y su cultura, incluyendo nuestro continente.
Lo señalado plantea un reto como es construir nuestros propios paradigmas para pensarnos y edificar un modelo de sociedad permeada profundamente por las particularidades de nuestra cosmovisión y valores ancestrales.
6. El proyecto de la modernidad en el continente sigue inconcluso A pesar de las explicaciones, pareciera que aún no se ha dado en el blanco; todavía no se han encontrado las claves que permitan explicar el por qué la modernidad en este continente se ha hecho inalcanzable en los términos de referencia como son los países con grandes avances tecnológicos; y por eso es que “América Latina se encuentra una vez más atrapada en su dilema histórico: cómo alcanzar la modernidad económica, social, política y cultural en medio de la pobreza de las grandes mayorías. En los años ’80 el surgimiento de gobiernos electos y las políticas públicas e ideologías de libre mercado (...) contribuyeron a fomentar las expectativas de que la modernidad era posible. Estas expectativas se confrontaron, sin embargo, con la cruda realidad de la crisis económica que ha agobiado a la región desde fines de los años ’70 y con la fragilidad de las instituciones democráticas” (Espinal; 1995: 95). ¿Cómo alcanzar la modernidad?. Es la interrogante que sigue en el aire y el problema aún no ha sido resuelto. Diversas han sido las ideologías que han transitado el continente, cada una llevando consigo una manera de lograr la modernización; pero después de cierto tiempo de su aplicación, cunde el fracaso, vienen las reflexiones; causas se encuentran afuera, causas se encuentran adentro y a pesar de que las condiciones de existencia del continente cada día se dificultan más, la esperanza es retomada, el sueño sigue allí más fuerte que el sol de estos tiempos haciendo que el anuncio sea más contundente y lleno de redobladas esperanzas, pero al mismo tiempo, insistente: ”Nuestras sociedades deben modernizarse económica, social y políticamente. Adecuar las economías al ritmo de los tiempos no es el único reto. Esto debemos hacerlo considerando nuestras propias realidades y nuestros propios proyectos de nación (...)”(Hirezi; 1995: 94). Este cuasi-decreto todavía no resuelve el problema. Más bien nos pone en apuros: “nuestras sociedades deben modernizarse”, ¿ cómo?, ¿quién?, ¿por dónde empezar?, ¿cuáles son los actores?.¿El Estado?, ¿la sociedad civil?, ¿los partidos políticos?, ¿todos?; y ¿por qué tienen que modernizarse?, ¿por qué no buscar nuevos caminos?, o ¿es que estamos condenados a quedarnos entrampados en las lógicas de la modernidad?. Aquí existe otra parte del reto. Pero el apuro toma visos de urgencia porque “(...) Existe un retraso de la modernidad en tanto autorreflexividad y autodeterminación colectivas. Es decir, la sociedad como tal no logra formarse una imagen de sí misma y, por tanto, constituirse deliberadamente como un orden colectivo. Por consiguiente, los procesos de modernización aparecen como dinámicas automáticas que se imponen a espaldas nuestras(...)”(Lechner; 1995: 124).
Si hay un retraso es porque existe un algo que representa un avance. Y hoy ese avance lo representan, según los apologetas de la industrialización, los países que soportan su industria sobre las tecnologías puntas. Sigue subyacente el sueño del desarrollo, de ser como otros y no apoyarnos en lo que somos para potenciar lo que queremos ser. Alcanzar este sueño hoy se hace más dificultoso por todos los cambios operados en la realidad actual que hacen más complejo el mundo de hoy; lo que hace pensar que “(...)El momento latinoamericano está signado por una paradoja: las insinuaciones de una sensibilidad posmoderna deben dar cuenta de un ingreso tardío a la modernidad. Una paradoja no se puede resolver otorgando privilegio a uno de los términos de la misma. Debe tomárselos al unísono, en conjunto y asumiendo la contradicción. De ahí, el reto del momento actual” (Hernández: 1995: 111).
Es decir, los supuestos teóricos de la modernidad permitió construir una episteme que concibe la vida, ya no gobernada por intervención de lo sobrenatural sino, por obra del mismo ser humano a través del uso de la razón; en un proceso histórico unitario y lineal en el que se interconectan el tiempo pasado, con el presente y el futuro como parte del pensamiento moderno.
7. La CEPAL y el desarrollo de América Latina
En 1945, después de los acuerdos de Yalta, nace la Organización de Naciones Unidas con el propósito de garantizar la paz en el mundo. En el seno de este organismo, se creó la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), en 1948, la cual asumió la rectoría del desarrollo en América Latina. Pero el pensamiento de la CEPAL se construyó, casi al calco, con los paradigmas que se construyeron desde el pensamiento moderno en Europa y reproducidos por las ciencias sociales latinoamericanas en los lazos de dependencia que estableció con el viejo continente; ya que “(...) a partir de Europa se construye un modelo universalista de modernidad y modernización que dio lugar en América Latina a unas ciencias sociales (...) producto de una conciencia histórica particular -la conciencia europea- que se originó y desarrolló en el tiempo y el espacio y de ninguna manera corresponde a la conciencia humana per se(...)”(Lander,1990: 18 y 20).
Esta dependencia epistemológica llevó a que en la CEPAL confluyeran tres paradigmas: el positivismo, expresado en las teorías desarrollistas; el marxismo y su teoría sobre la dependencia y el dependentismo; y las alianzas de clases internas y externas. Sin embargo, la CEPAL hizo algunos aportes a las teorías del desarrollo en América Latina: la teoría de la dependencia se reclama como novedosa y el concepto “heterogeneidad cultural”, entre otras. Pero su pensamiento no pudo superar sustantivamente la lógica interna de las relaciones de sujeción entre los centros de poder y el continente ni las derivadas de la relación capital-trabajo. Su pensamiento quedó anclado en las redes del patrón de dominación del sistema-mundo capitalista en tanto que las corrientes de pensamiento a su interior buscaban un mismo objetivo: la industrialización. Algunas de ellas a través de un capitalismo maduro. Las tres corrientes solo se diferenciaban en las formas de cómo alcanzar dicho objetivo. El marxismo ortodoxo, alumbrado por la teoría del “reflejo” desde la URSS, tampoco pudo superar el dogma desarrollista.
En este marco, la producción teórica de la CEPAL al realizarse dentro del patrón de dominación capitalista a partir del uso del cuerpo teórico y conceptual de éste, reproducía el patrón, sus lógicas internas y, a lo sumo, podía encontrar algunos elementos particulares que se salieran de ese esquema, en tanto que, Europa puso al mundo a hablar un mismo lenguaje. Ello explica lo extraño que resultó para algunos pensadores de la CEPAL el haber encontrado una “heterogeneidad cultural” porque ese concepto no estaba contemplado en el lenguaje - patrón. Lo que hace pensar que, las teorías sobre el desarrollo en latino América nacieron imposibilitadas de producir una teoría distinta a las del desarrollo, contempladas en el acervo teórico de la CEPAL por el sesgo eurocéntrico y la dependencia epistemológica que ya tenía esta organización de las instituciones académicas de Europa y la impronta moderna heredada desde la colonia.
Igualmente, no hubo la oportunidad de considerar las formas de producir conocimientos de nuestros ancestros con tradición y abundancia en el continente ni la de algunos pensadores latinoamericanos. Fueron las teorías de la CEPAL las referencias que tuvo el continente para pensarse, explicar su realidad y, en consecuencia, diseñar los planes y las políticas públicas para transformarse.
Lo antes señalado tiene sentido toda vez que la CEPAL estuvo muy influenciada por la Economía y la Sociología latinoamericana las cuales, a su vez, se habían convertido en ciencias del desarrollo, después de la segunda guerra mundial.
Los paradigmas de la modernidad al pretender ser universalizantes, perdieron de vista la especificidad de la región y se fundaron sobre la base del crecimiento económico, haciendo predominar una concepción evolucionista de la historia y la sociedad. La idea de desarrollo corresponde a un período en el cual, en el proceso de formación de las disciplinas que hoy se conocen como Ciencias Sociales -como consecuencia de la hegemonía de las Ciencias Naturales sobre el saber científico social- predominaba una concepción evolucionista de la misma y de la llamada sociedad, cuya matriz fundamental era el crecimiento económico. Desde esta perspectiva se derivó una denominada Sociología del progreso de acuerdo a la cual, la sociedad avanza de estadios inferiores a superiores superando etapas en su inevitable recorrido.
En efecto, el concepto de ‘Sociedad Evolutiva’ que concibe la eliminación de lo ‘inferior’ en función de la conquista de lo ‘superior’, se convirtió en una ‘idea -fuerza’ en América latina, con la influencia que alcanzaron en el poder, grupos organizados militarmente y altamente influenciados por el pensamiento positivista. Esa ideología desarrollista se encarnó en partidos políticos, instituciones de ayuda y de desarrollo (gubernamentales o no) y en el propio personal burocrático y militar de los diversos Estados nacionales. En ese sentido, los primeros impulsos modernizadores en América latina, provinieron de las oligarquías constituidas y no de las burguesías nacionales permitiendo que tanto el latifundio como todo el sistema de relaciones sociales que de ello se desprendía, pasaran a formar parte del proceso modernizador. La ideología del desarrollo, tomó la forma en América Latina de economía del crecimiento, según la cual para alcanzar el desarrollo y el progreso, era necesario que los países pagaran un costo social.
Asimismo, la lógica del desarrollismo orientó los proyectos políticos de la derecha latinoamericana; pero también se instaló en la izquierda política de este continente. “las izquierdas jamás intentaron romper con el dogma desarrollista sino que lo radicalizaron en una perspectiva anti-imperialista y anti-capitalista de acuerdo con el cual el desarrollo de las fuerzas productivas, desbloqueadas por sus remanentes oligárquicos y pre-capitalistas, desatarían toda una potencialidad si es que se aplicaban las ‘reformas estructurales’ (...)” (Mires: 1993: 25). Es decir, la izquierda no rompió, en términos reales, con lo sustantivo del discurso del Capitalismo sino que fue reproductora del mismo. Esa supuesta ruptura logró alcanzar, quizás, sólo sus programas y declaraciones anticapitalistas. La diferencia entre ambas estaba en las vías para alcanzar la utopía del desarrollo. Mientras la derecha privilegiaba la vía institucional, la izquierda planteaba la revolución.
El desarrollo como ideología, no se quedó en estos niveles sino que llegó más lejos aún, fue a instalarse en las instituciones impulsoras del progreso latinoamericano como la CEPAL, como ya se ha señalado, y en el de los estudiosos de nuestra realidad social. En efecto, “Si en América Latina hay una institución que a la vez es portadora y parte del discurso de la modernización desarrollista, esa es la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) (...). Es más fácil que un sacerdote sea ateo a que un miembro de la institución científica como la CEPAL, ponga en tela de juicio nociones como desarrollo, crecimiento, modernización, industrialización (...)”(Ibidem: 45); nociones que terminaron convirtiéndose en dogmas dentro de esas instituciones, quienes las trasladaron al léxico de la Economía y la Sociología latinoamericana, difundiéndose por todo el continente a través de los llamados Planes de Desarrollo, mandatarios y, principalmente, los planes educativos de las universidades latinoamericanas que, a través de los pensum de estudios, formaban profesionales en las ciencias sociales reproductores e impulsores del dogma del desarrollo.
Otras teorías que fungieron como revolucionarias, caso de la teoría de la dependencia, también estuvieron impregnadas de la lógica desarrollista: “(...) la teoría de la dependencia es la prolongación radicalizada del pensamiento cepalino en las condiciones determinadas por el deterioro de las condiciones sociales que le dieron origen (...)” (Ibidem: 55). La diferencia radicaba en que mientras la teoría de la CEPAL abogaba por una revolución industrial sin ser acompañada de una revolución social, la teoría de la dependencia intentó demostrar que los planes de la CEPAL, por ser impuestos, requerían previamente de una revolución social. En consecuencia, una de las premisas de la teoría de la dependencia era la revolución anti-imperialista la cual debía ser en primera línea anti-capitalista.
Desde este enfoque, la teoría de la dependencia fue, en el mejor de los casos, un ‘cepalismo de izquierda’ que diseñó un discurso en fórmulas recurrentes derivadas de un racionalismo que convierte a la economía ‘en un determinante indeterminado’. Así mismo, sirvió de base para la decadencia de la izquierda en América Latina en los años ‘60 y ‘70, la cual devino radicalismo político que terminó asumiendo posiciones vanguardistas y predeterminando a los actores sociales, y al sujeto histórico de la revolución a partir de supuestas leyes económicas que determinaban el desarrollo de la ‘sociedad’. Las leyes de la Física fueron trasladadas mecánicamente al estudio de las relaciones sociales; lo cual no está sujeto a leyes. Lo más seguro de las relaciones sociales es su impredicibilidad.
Los demás modelos de desarrollo impuestos en América Latina desde los años ‘60, ‘70 y ‘80, léase cepalismo, neo-liberalismo, post-neoliberalismo, tercera revolución industrial, todos están sustentadas sobre la lógica del crecimiento económico o desarrollismo, tampoco escaparon a esta maldición. Esto se refleja en las pretensiones de la teoría de la dependencia y la de la CEPAL, de que el Estado planificara tratando de ajustar la realidad a los planes y no éstos a la dinámica social.
Sobre la base de estas concepciones, se edificó una economía y Sociología, que pretendían “(...) descubrir las supuestas leyes de la evolución de la sociedad (como unidad total), en función de metas que se piensa corresponden a su naturaleza (...)”(Ibidem: 69). Ello llevó a plantear que la liberación respecto a la idea del desarrollo, pasa por indeterminar el pensamiento social respecto a su dominación economicista en tanto desarrollo es y será una noción predominantemente económica.
Traspasada por la lógica del desarrollismo, la Sociología latinoamericana no sólo se transformó en una disciplina ‘subsidiaria’ de la economía, sino también estuvo impregnada por análisis muy parciales o unilaterales de lo real; de allí que encontremos que la Sociología en América Latina, pasa de ser una Sociología del desarrollo a una Sociología de la marginalidad, de la informalidad y, finalmente, a una Sociología de la desintegración pero siempre espoleada por la idea desarrollista.( Ibidem: 70).
Igualmente, el marxismo dogmático latinoamericano, tampoco superó la óptica desarrollista porque “(...)se ha entrelazado con teorías del desarrollo económico. El propio materialismo histórico implicita una teoría del desarrollo cuyo eje es ‘el desarrollo de las fuerzas productivas´(...)”(Ibidem: 73).
Esta visión lleva a concluir que la Sociología y la economía no han podido romper con sus orígenes coloniales y las instituciones científicas “(...) no han hecho más que introducir al interior de las Ciencias Sociales dogmas reguladores que primaban al interior del universo religioso, en el marco de cuya discursividad comenzó a formarse el pensamiento científico moderno” (Ibidem: 161). En consecuencia, pareciera que la Sociología y la economía han revelado en América latina, estar al servicio y reproductoras de las lógicas del desarrollo y al servicio del capital.
Una de las metas de la CEPAL para alcanzar el desarrollo del continente, fue lograr un crecimiento sostenido. Sin embargo, esto se logró parcialmente en algunos casos como Brasil, Argentina y México; pero no fue suficiente porque el crecimiento económico no era destinado a resolver las ingentes necesidades de los pueblos latinoamericanos. El crecimiento alcanzado se lo apropiaban los grupos económicos enquistados en el Estado o la empresa privada.
Pero actualmente pareciera que el mal sigue: “La inestabilidad del crecimiento económico y la frecuencia de las crisis financieras indican que no se han eliminado todas las causas de inestabilidad y que algunas pueden incluso ser hoy más acentuadas” (...) (CEPAL; 2000: 14). Esta realidad ni es nueva ni extensiva sólo a la política de la CEPAL. Hoy pareciera buscarse una excusa que justifique la situación de depauperación de sus pueblos y de crisis económicas que viven los países del continente. En ese sentido, se reconoce que (...)” la inequidad no es una característica exclusiva de la actual etapa; es propia de la mayoría de los diversos modelos de desarrollo que han predominado en América latina y, en menor medida, en el Caribe de habla inglesa” (...) (CEPAL; 2000: 15).
Cierto es que ni desde la idea de desarrollo nuevamente rediscutida en diversos foros internacionales y en el seno del Grupo de los Siete (G-7) ni desde las ciencias sociales latinoamericanas, se ha podido encontrar solución a este problema a propósito de la crisis del modelo de acumulación de capital de la segunda post-guerra, la planetarización, concentración y centralización de la economía, los niveles de depauperación de la población del planeta, la caída del consumo mundial, el decrecimiento económico de los ’80 y ’90 que marcan la crisis del modelo neoliberal como forma particular que asume el sistema–mundo capitalista en la época actual.
Pareciera que no basta con ponerle apellido al desarrollo (desarrollo humano, desarrollo sustentable, ecodesarrollo, desarrollo endógeno, entre otros) porque ninguno de ellos supera lo que pudiera ser la gran contradicción de este tiempo: la razón moderna y su desarrollismo y el uso irracional e indiscriminado que ésta hace de los recursos del planeta; y el carácter finito de dichos recursos que, de seguir así, se correría el riesgo cierto de su destrucción. Se hace necesario pensar en nuevas formas de producir conocimientos, establecer nuevos relacionamientos con la naturaleza y entre los seres humanos. Esto es urgente porque el capitalismo como Modo de producción, sustentado en la episteme moderna así como la socialdemocracia y el socialcristianismo como parte de sus expresiones políticas, no tienen nada que ofrecerles al mundo. Mientras no se resuelva la contradicción principal del capitalismo como es la producción social y la apropiación privada del producto del trabajo humano, no podremos resolver los problemas de la humanidad. Esta contradicción se resuelve con la construcción de un nuevo modelo social en el que la producción social sea distribuida socialmente. Cierto es que el capitalismo está en crisis pero no terminará de sucumbir espontáneamente. Se requiere construir una fuerza socio-política a nivel planetario para garantizar que por primera vez en la historia las mayorías eternamente aplastadas impongan su voluntad a las minorías que siempre han gobernado; pero no para hacerlas desaparecer sino para incluir en un nuevo proyecto social al servicio de todos. A veces las utopías parecen inalcanzables pero hay que construir las formas de cómo viabilizarlas. Ese es parte del reto de estos tiempos.
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Rousseau es el primero en utilizar la palabra moderniste en el sentido que fue usada durante los siglos XVIII y XIX; y es, a su vez, la fuente de algunas de nuestras tradiciones modernas más vitales, desde la ensoñación nostálgica hasta la introspección psicoanalítica y la democracia participativa.
Berman divide lo que el llama “la historia de la modernidad” en tres grandes fases: en la primera fase, que comienza en el siglo XVI y se extiende hasta finales del siglo XVIII, las personas comienzan a tener las primeras experiencias de la vida moderna; apenas si saben con qué han tropezado, buscan un vocabulario adecuado para representar los nuevos fenómenos sociales que empiezan a surgir, tienen poca sensación de pertenecer a un público o comunidad moderna en la cual pudieran compartir sus esfuerzos y esperanzas.
La segunda fase comienza con la gran ola revolucionaria de la década de 1790, dando lugar a la Revolución Democrático burguesa con todas sus repercusiones. Surge un público moderno que comparte la sensación de estar viviendo una época revolucionaria que genera insurrecciones explosivas en todas las dimensiones de la vida personal, social y política. Pero al mismo tiempo el público moderno del siglo XIX pudo recordar lo que es vivir material y espiritualmente, en mundos que no son en absolutos modernos. “De esta dicotomía interna, de esta sensación de vivir simultáneamente en dos mundos, emergen y se despliegan las ideas de modernización y modernismo” (Berman; 1988:3).
En la tercera fase, en el siglo XX, el proceso de modernización se expande para abarcar prácticamente todo el mundo y la cultura del modernismo en el mundo con mayores avances tecnológicos se logran triunfos espectaculares en el arte y en el pensamiento. “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos prometen aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernas atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos a una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx,
Los pensadores del siglo XIX eran, al mismo tiempo, enemigos y entusiastas de la vida moderna en incansable lucha con sus contradicciones y ambigüedades. La fuente principal de su capacidad creativa radicaba en las tensiones internas y en su ironía hacia sí mismos. Sus sucesores en el siglo XX, se orientaron mucho hacia las polarizaciones rígidas y las totalizaciones burdas. (...)”La modernidad es aceptada con un entusiasmo ciego y acrítico, o condenada con un distanciamiento y un desprecio neo-olímpico; en ambos casos es concebida como un monolito cerrado, incapaz de ser configurado o cambiado por los hombres modernos. Las visiones abiertas de la vida moderna han sido suplantadas por visiones cerradas; el esto y aquello por el esto o aquello (...)” (Berman; 1988: 11). Esta aceptación o condena de la modernidad en sus diversos matices, por entender sus paradojas, se reflejó también en el pensamiento que en el seno de la vida moderna se fue construyendo. Por ello, (...)” El pensamiento moderno, desde Marx y Nietzsche, ha crecido y se ha desarrollado en muchos aspectos; no obstante nuestro pensamiento acerca de la modernidad parece haber llegado a un punto de estancamiento y regresión” (Berman;1988: 11)
Pero la modernidad en su forma más ambiciosa “(...) fue la afirmación de que el hombre es lo que hace y que, por lo tanto, debe existir una correspondencia cada vez más estrecha entre la producción – cada vez más eficaz por la ciencia, la tecnología o la administración -, la organización de la sociedad mediante la ley y la vida personal, animada por el interés, pero también por la voluntad de liberarse de todas las coacciones (...)” (Touraine; 1998: 9).
Lo señalado no podía ser alcanzado sino mediante el triunfo de la razón. Sólo ésta podía establecer una correspondencia entre una cultura científica, una sociedad ordenada e individuos libres. Es la razón la que anima a las ciencias y sus aplicaciones porque es también la que “(...) dispone la adaptación de la vida social a las necesidades individuales o colectivas; y es la razón, finalmente, la que remplaza la arbitrariedad y la violencia por el estado de derecho y por el mercado. La humanidad al obrar según las leyes de la razón, avanza a la vez hacia la abundancia, la libertad y la felicidad” (Touraine; 1998:9).
La modernidad no es tan sólo cambios; es también difusión de los productos creados a través de la actividad racional, científica, tecnológica y administrativa. Lo que implica una creciente diferenciación de los diferentes sectores de la vida social: la economía, la política, la cultura, la vida familiar, el arte, la religión y excluye la posibilidad que estos elementos estén organizado desde la perspectiva de su integración en una visión general. La modernidad excluye todo finalismo, implica secularización y desencanto y no excluye la idea del fin de la historia, como lo atestiguan pensadores como Comte, Hegel, Marx. Pero el fin de la historia, según esta visión, es más bien una suerte de “fin de una prehistoria” y comienzo de un desarrollo impulsado por el progreso técnico, la liberación de las necesidades y el triunfo del espíritu. En ese mismo orden “la idea de modernidad remplaza, en el centro de la sociedad, a Dios por la ciencia y, en el mejor de los casos, deja las creencias religiosas para el seno de la vida privada. No basta con que estén presentes las aplicaciones tecnológicas de la ciencia para poder hablar de sociedad moderna. Es necesario, además, que la actividad intelectual se encuentre protegida de las propagandas políticas o de las creencias religiosas; que la impersonalidad de las leyes proteja contra el nepotismo, el clientelismo y la corrupción; que las administraciones públicas y privadas no sean los instrumentos de un poder personal; que vida pública y vida privada estén separadas, como deben estarlo las formas privadas y el presupuesto del Estado o de las empresas” (Touraine; 1998: 17). La modernidad “(...) surgirá con la idea de sujeto autónomo, con la fuerza de la razón y con la idea de progreso histórico hacia un brillante final de la tierra (...)” (Urdinibia, 1990:51) y está casi absolutamente consustanciada con la racionalización.
Pero la particularidad del pensamiento occidental, en el momento de su mayor identificación con la modernidad, consistió en que ésta quiso pasar del esencial papel adjudicado a la racionalización, a la idea más amplia de una sociedad racional, en la que la razón no rige tan solo la actividad científica y tecnológica, sino también el gobierno de los humanos y la administración de las cosas; se trata de una sociedad fundada en el cálculo mediante el cual los seres humanos, en un proceso complejo y a través de sus creaciones, alcanzarían la felicidad. Pero la racionalización en tanto componente de la modernidad, se convierte en indispensable para alcanzar la modernización; la cual “(...) no es el producto de un déspota ilustrado, de una revolución popular o de la voluntad de un grupo dirigente, sino la obra de la razón misma y, por lo tanto, sobre todo de la ciencia, la tecnología y la educación, de suerte que las medidas sociales de modernización no deben tener otro fin que el de despejar el camino de la razón al suprimir las reglamentaciones, las defensas corporativistas o las barreras aduaneras, al crear la seguridad y la previsión de que tiene necesidad el empresario y al formar agentes de gestión y operadores competentes y concienzudos (...)” (Touraine; 1998: 18).
Empero, paradójicamente, las diferentes formas de modernizaciones en el mundo han sido llevadas adelante más por la acción de actores políticos, sociales y culturales reales, que por la racionalización misma, en cierta forma paralizada por la resistencia de las tradiciones y los intereses privados de grupos, sectores y clases sociales. Esta idea de sociedad moderna ni siquiera se corresponde con la experiencia de los países europeos en los que los movimientos religiosos y la gloria del Rey, la defensa de la familia y el espíritu de conquista, la especulación financiera y la crítica social desempeñaron un papel tan importante como los progresos técnicos y la difusión de los conocimientos; pero constituye un modelo de modernización, una ideología cuyos efectos teóricos y prácticos han sido considerables (Touraine; 1998). Por tanto, “La ideología occidental de la modernidad, que se puede llamar modernismo,, remplazó la idea de sujeto y la idea de Dios – a la que aquélla se hallaba unida-, de la misma manera en que fueron remplazadas las meditaciones sobre el alma por la disección de los cadáveres o el estudio de la sinapsis del cerebro. Ni la sociedad ni la historia ni la vida individual, sostienen los modernistas, están sometidos a la voluntad de un ser supremo a la que habría que obedecer o en la cual se podría influir mediante la magia. El individuo sólo está sometido a leyes naturales” (Touraine; 1998:21).
Esta concepción de la vida social corresponde a la filosofía de la ilustración que tuvo como uno de sus máximos exponentes a Jean-Jacques Rousseau, cuya obra, en gran medida, estuvo orientada a la búsqueda de la transparencia y la lucha contra los obstáculos que oscurecen el conocimiento y la comunicación. “(...) El espíritu de la ilustración quiere destruir no sólo el despotismo sino también los cuerpos intermedios, como lo hizo la Revolución Francesa [Revolución Democrático Burguesa]: la sociedad debía ser tan transparente como el pensamiento científico. Y esta es una idea que ha permanecido muy presente en la concepción francesa de república y en la convicción de que ésta debe ser, ante todo, portadora de ideas universalistas: la libertad, la igualdad y la fraternidad. Lo cual abre las puertas tanto al Liberalismo como a un poder que podría ser absoluto, porque podría ser racional y comunitario, poder que anuncia ya el Contrato social. Poder que tratarán de construir los jacobinos y que será el objeto de todos los revolucionarios, constructores de un poder absoluto porque es un poder científico y destinado a proteger la transparencia de la sociedad contra la arbitrariedad, la dependencia y el espíritu reaccionario” (Touraine; 1998: 20).
Los iluministas del siglo XVIII dejaron un espacio abierto a la vida social en tanto consideraban no bastaba con el imperio de la razón para remplazar la arbitrariedad de la moral religiosa por el conocimiento de las leyes de la naturaleza, ya que el sometimiento al orden natural de las cosas, procura placer y corresponde a las reglas del gusto. Había que liberarse de todo pensamiento dualista e imponer una visión naturalista del ser humano no entendida sólo desde el punto de vista materialista, en el sentido del origen del mundo y de las cosas, sino también el origen y fundación de las verdades. Aquí el concepto naturaleza y razón tienen como función principal ”unir el hombre y el mundo”, como lo hacía la idea de creación, casi siempre más opuesta que asociada a la naturaleza, solo que permite al pensamiento y a la acción humana, obrar sobre la naturaleza al conocer y respetar sus leyes, sin recurrir a la revelación ni las enseñanzas de la iglesia.
La referencia a la naturaleza tiene una función crítica y antirreligiosa. Se trata de darle al bien y al mal un fundamento que no sea ni religioso ni psicológico, sino solamente social. En ese sentido, la idea según la cual la sociedad es fuente de valores, de que el bien es útil a la sociedad y el mal es lo que perjudica su integración y su eficacia, es un elemento clásico de la ideología de la modernidad. En ésta, la fe de la comunidad, pasó a ser el interés de la colectividad y se tomó de la antigüedad griega el reconocimiento de la ciudadanía y el estado libre como bien supremo. En ese orden, “La formación de un nuevo pensamiento político y social es el complemento indispensable de la idea clásica de modernidad asociada a la de secularización. La sociedad remplaza a Dios como principio del juicio moral y llega a ser, mucho más que un objeto de estudio, un principio de explicación y de evaluación de la conducta humana” (Touraine; 1998: 23).
En ese orden, Maquiavelo, con su juicio a las acciones de las instituciones políticas sin recurrir a un juicio moral- religioso; y luego la idea común de Hobbes y Rousseau de que el orden social se crea por una decisión de los individuos que se someten al poder del Leviatán o a la voluntad general expresada en el contrato social, no sólo establecen el piso de la ciencia social y política sino también dan un rudo golpe a las ideas religiosas y ya los problemas sociales son explicados a partir del hombre y como producto de los hombres; el principio del bien y el mal no es representación de un orden establecido por Dios o por la naturaleza, es pura acción humana movida por la razón. Este nuevo pensamiento se amplía y sirve de fundamento en la lucha contra el Estado Absolutista, pero ”(...)La Revolución Francesa[Revolución Democrático Burguesa] lleva esta evolución al extremo cuando identifica la nación con la razón y el civismo con la virtud, y todas las revoluciones posteriores imponen a los ciudadanos deberes cada vez más apremiantes que culminarán con ‘el culto a la personalidad’ (…)” (Touraine; 1998: 24). En el contrato social aparecen los actores y sus funciones en la vida social, pero también se manifiesta un soberano que es la sociedad misma que constituye un cuerpo social regida por la razón, con su máxima expresión en la ciencia con todas sus divisiones, clasificaciones y objetos de estudios; a partir de la cual se le daría explicación a los problemas terrenales de los seres humanos, se producirían las grandes verdades, contribuiría a la producción de los bienes materiales, a través del uso de la tecnología, y el hombre ordenaría su intervención de una manera más eficaz sobre la naturaleza, transformándola y poniéndola a su servicio.
Sin embargo, lo que Berman llama modernidad, Inmanuel Wallerstein, le denomina sistema-mundo capitalista, que inicia su conformación a principios del siglo XVI. En este proceso, América se articulaba a la nueva estructura mundial de poder que se expandía por el mundo: ”(...) el capitalismo - un patrón de dominación-explotación-conflicto articulado en torno del eje capital-trabajo mercantizado, pero que integra todas las formas históricamente conocidas de trabajo - se constituyó con América, desde hace 500 años, como una estructura mundial de poder; se “desarrolló” desintegrando todas las configuraciones de poder previas, absorbiendo y redefiniendo aquellos elementos y fragmentos estructurales que le fueran útiles o necesarios, e imponiéndose exitosamente hasta la fecha sobre todos los posibles patrones alternativos.” (Quijano: 2000, 12).
3. La modernidad se hace extensiva a la economía y perfila el capitalismo Simultáneamente, la ideología modernista que corresponde a la forma históricamente particular de la modernización occidental, no triunfó solamente con el dominio de las ideas de la filosofía de la ilustración “(...). Esta ideología dominó también la esfera económica, en la que tomó la forma de capitalismo, que no puede reducirse ni a la economía de mercado ni a la racionalización. La economía de mercado corresponde a una definición negativa de la modernidad, significa la desaparición de todo control holista de la actividad económica, la independencia de ésta respecto de los objetivos propios del poder político o religioso y de los efectos de las tradiciones y de los privilegios. La racionalización, por su parte, es un elemento indispensable de la modernidad (...)” (Touraine; 1998: 31). El modelo dominante de la modernización occidental, redujo al mínimo la acción voluntaria orientada por valores culturales o por objetivos políticos y descarta así, por esta vía, la idea de desarrollo, que se alcanza, por el contrario y fundamentalmente, a partir de la interdependencia de las empresas económicas, los movimientos sociales y las intervenciones del poder político y sus instituciones.
Las sociedades en las que se desarrollaron las prácticas y el espíritu de la modernidad trataban de poner cierto orden más que poner en movimiento las cosas: organización del comercio y de las reglas de intercambio mercantil, creación de una administración pública y del estado de derecho, difusión del libro, crítica de las tradiciones, de las prohibiciones y de los privilegios. La concepción clásica de la modernidad es, ante todo, la construcción de una imagen racionalista del mundo que integra el hombre en la naturaleza, el microcosmo en el macrocosmo y rechaza toda forma dualista del cuerpo y del alma, del mundo humano y del mundo trascendente. O como la concibe Anthony Guiddens “(...)como esfuerzo global de producción y de control cuyas cuatro dimensiones principales son el industrialismo, el capitalismo, la industrialización de la guerra y la vigilancia de todos los aspectos de la vida social (...) la tendencia central del mundo moderno lo impulsa hacia una globalización creciente, que toma la forma de la división internacional del trabajo y de la formación de economías mundiales, pero también la forma de un orden militar mundial y del refuerzo de los Estados nacionales que centralizan los sistemas de control (...)” (Touraine,1998:35).
4. Articulación de Nuestra América al sistema-mundo capitalista Sin embargo, lo que Berman llamó modernidad, Inmanuel Wallerstein, le denominó sistema-mundo capitalista, que inicia su conformación a principios del siglo XVI. Pero este proceso en su desarrollo, si bien tiene sus principales asientos en Inglaterra, avanzó en Europa, sobre América, Asia y África a través de los procesos de invasiones. Las demás regiones de la tierra se articularon con ella como regiones dependientes de la conformación colonial, bajo la égida del pensamiento emanado de la revolución democrático-burguesa en Francia en 1789, (libertad, fraternidad y justicia), las ideas positivistas de orden y progreso, que a mediados del siglo XX, después de la segunda guerra mundial, asume la forma de desarrollo en el continente. América se articulaba a la nueva estructura mundial de poder que se expandía por el mundo: ”(...) el capitalismo - un patrón de dominación-explotación-conflicto articulado en torno del eje capital-trabajo mercantizado, pero que integra todas las formas históricamente conocidas de trabajo - se constituyó con América, desde hace 500 años, como una estructura mundial de poder; se “desarrolló” desintegrando todas las configuraciones de poder previas, absorbiendo y redefiniendo aquellos elementos y fragmentos estructurales que le fueran útiles o necesarios, e imponiéndose exitosamente hasta la fecha sobre todos los posibles patrones alternativos.” (Quijano: 2000, 12).
Esta concepción se materializó en América latina, después de la invasión europea, a través de los grupos militares que tuvieron una gran incidencia en el poder, después de constituidos los Estados liberales subordinados a Europa. “El concepto de ‘sociedad evolutiva’ que parte de la eliminación de lo ‘inferior’ en función de la conquista de lo superior, se convirtió en ‘idea-fuerza’ en América latina a partir de la influencia que alcanzaron en el poder, grupos organizados militarmente en torno al ideario positivista. El positivismo puede ser en ese sentido, considerado como un tipo de ideología endocolonialista que propugna la destrucción de las relaciones ‘no modernas’ de producción” (...) (Mires; 1993: 31). Esta visión permitiría que los seres humanos superaran sus condiciones de vida presente, a través del trabajo y el desarrollo de la ciencia y la técnica.
En efecto, la invasión de los europeos al continente a finales del siglo XV y principios del XVI, y posterior colonización, explotaron y expoliaron las riquezas de América; ejercieron el comercio de la trata negrera para resolver la crisis que vivía el Estado monárquico español para el momento, en nombre del progreso, la modernidad y el cristianismo.
La invasión, no solamente significó el sometimiento de nuestros pueblos en calidad de esclavizados, en donde también los seres humanos traídos de África como animales, fueron convertidos en mercancías sujetos a la relación compra-venta y, al igual que su prole, eran propiedad de su acreedor, sino también impusieron las lenguas europeas, con preminencia del español, en casi todo el continente, suplantando las lenguas nativas.
Igualmente, también hubo una colonización del poder en tanto que sustituyeron las formas de relacionamiento, entre ellos y entre ellos y la naturaleza, de nuestras comunidades nativas e impusieron los principios políticos, filosóficos y la estructura del Estado liberal burgués con su división de poderes reinante en el viejo continente, sobre todo en España.
De la misma manera, la colonización se extendió hasta las creencias, sustituyeron la condición politeísta por el Dios occidental; las formas ancestrales de curar por las formas convencionales reinantes en Europa; y suplantaron las formas de conocer de los nativos por los paradigmas europeos. Es decir, hubo una colonización epistemológica, como dijera Aníbal Quijano, que redujo a lo más mínimo la cultura de nuestros pueblos, suplantada por la de Europa, proceso que también formó parte de la Acumulación Originaria de Capital en nuestro continente, a comienzo de lo que se conoció como la apertura del capitalismo mundial en su fase mercantil.
En resumidas cuentas, se puede decir que el proyecto colonizador de las Américas, se caracterizó, en los primeros 150 años, entre otras cosas, por grandes éxitos económicos para España, la Corona y la minoría que participó directamente en el proceso de invasión y conquista, por la destrucción de buena parte de la población nativa, por el empeoramiento de las condiciones de vida de la población que logró sobrevivir al proceso invasor; y por la vinculación de significativas regiones a polos económicos dinámicos productor de excedente bajo la forma de metales preciosos el cual era transferido a España y tuvo como clase dominante a los hombres ligados directamente a este país, al aparato del Estado y el control que ejercían sobre el sistema de producción.
Este proceso se extendió en todo el continente y, particularmente, en Venezuela, durante la época colonial, la neocolonial y la recolonial a través del mecanismo de la dependencia que se fue acentuando con la incorporación del continente al mercado mundial a mediados del siglo XIX, en el marco del modelo primario-exportador que dejó como herencia histórica modelos económicos monoproductores harto especializados dependiendo de las potencialidades socio-productivas de cada país. Posteriormente, América Latina se articuló a los Estados Unidos con la implantación del modelo de sustitución de importaciones, después de la II Guerra Mundial y al Modelo neo-liberal inaugurado por el gran capital transnacional a partir de los años 80’ del siglo XX, con hegemonía hoy en el mundo.
A lo largo de este proceso, la sujeción del continente a los grandes centros de poder europeos cada día fue mayor. “Hasta el siglo XIX Europa centralizó en su propio espacio las relaciones entre capital y trabajo asalariado, y en torno de ellas se articularon las demás formas de trabajo en el resto del mundo y, en consecuencia, las relaciones entre Europa y los demás pueblos del planeta” (Quijano: 2000, 21). A la profundización de la subalternización de los países del continente a Europa, le correspondió un avance en la dependencia política, cultural y militar de los mismos que se extendió en el campo epistemológico. En este proceso se fue configurando en el continente americano el denominado “sueño europeo” que pervivió aproximadamente hasta después de la segunda guerra mundial. La dificultad de despojarse de una ideología orientada por la idea-fuerza de “ser como Europa”, se sustituyó, hacia la segunda década del siglo XX, por el “sueño americano” con la que aún persistente con la fuerza de los templos en muchos cientistas sociales, instituciones y mandatarios en el continente.
Esta notable expansión de Europa, no sólo permitió la imposición de formas de producción, de relaciones políticas de sujeción de mayorías a minorías –internamente- y relaciones desiguales entre el continente y los centros de poder en Europa, sino también a la acentuación de patrones culturales y de un lenguaje producido desde la razón moderna, que alcanza su máxima expresión en un modelo de ciencia hegemónico, como la forma aceptada para producir conocimientos. Europa se hizo también el eje de la elaboración intelectual de la experiencia colonial /moderna del conjunto del sistema-mundo capitalista. El resultado fue el eurocentrismo, una perspectiva de conocimiento tributaria por igual de las necesidades capitalistas de desmitificación del pensamiento sobre el universo, y de las necesidades del “blanco”, como parte constitutiva del capital, de legitimar y perpetuar su dominación-explotación sobre las demás “razas” como superioridad natural. La élite que logró la hegemonía política y económica también impuso su episteme.
El conocimiento logrado en Europa, principalmente el positivismo, su cuerpo teórico-epistemológico, conceptual y categorial – impuesto desde el poder y difundido como “la verdad” al resto de los continentes- no sólo sirvió de referente para los cambios sino que también se convirtió en el mayor soporte teórico-filosófico de la ciencia en América latina, que terminó profundizando la colonización epistemológica del continente antes señalada.
5. El sueño del desarrollo sigue latente en el continente Con esta herencia epistemológica eurocéntrica, América Latina insiste en la necesidad del desarrollo, el cual toma gran relevancia después de la segunda guerra mundial, cuando Estados Unidos se plantea la recuperación de Europa a través del Plan Marshall y “el desarrollo” de América Latina.
La ideología modernista copó todos los continentes En efecto, llegó al continente en un momento en que “(...) el poder ascendente de la civilización occidental y su apuesta por la modernidad llegó a esta región de una manera brutal. Desde la época de la conquista española, el intento de incorporar pueblos y culturas tradicionales ha sido de interés capital para Occidente. La violencia ocupa una posición central en la evolución hacia –y de- la modernidad (...)” (Hernández; 1995:112).Pero llegó en el continente como en todas partes, suplantando lo tradicional por lo moderno, a nombre del progreso, imponiendo una sola forma de concebir el mundo; a nombre de la libertad pero restringiendo los derechos; ofertando la prosperidad pero reduciendo los pueblos a condiciones precarias de existencia; es decir, la modernidad se enclavó en el cuerpo de América Latina con su irresuelta ambivalencia. Por eso es que la modernidad es “(...) Como la luna, tiene dos caras: la del desarrollo y el optimismo, por la expansión de las oportunidades de crecimiento y de vida mejor. Del otro lado, la del lado oscuro, los peligros de mayor inseguridad, catástrofes ecológicas, desequilibrios internacionales o inter-regionales al interior de un país (Correa Ríos; 1995: 91).
Ese conjunto de contradicciones; de avances y retrocesos, de ir y venir que no encuentra estabilidad y que en la medida que pasa el tiempo, a la población del continente la justicia, libertad, prosperidad, se le pone más lejos, ha sido un factor común e inherente al proyecto modernizador en América Latina. A pesar de ello, la ideología de la modernización sigue presente, con la fuerza de la fe, en los discursos de instituciones regionales e internacionales, en cientistas sociales, en mandatarios de derecha e izquierda de la política latinoamericana. La diferencia, es la forma cómo alcanzar el sueño moderno. Quizás haya sido así porque “En América Latina la modernización fue un proyecto político, no una realidad con la que se encontraron los movimientos reformistas y revolucionarios de los años ’30 en adelante. Aquí había que crearlo todo, o casi todo. El dinamismo societal no era suficiente para generar un producto interno que permitiera sacar a nuestros países del atraso. Dicho en un lenguaje de actualidad, la sociedad civil latinoamericana no tenía la suficiente consistencia para servir de motor interno al proceso de modernización, razón por la cual la sociedad política tuvo que hacerse cargo. Lo que hace crisis en esta época de nuestra historia es el paradigma con el cual se emprendió la tarea de la modernización (...)”(Salamanca; 1995: 144).
En efecto, el ideario moderno se fundamentó en una concepción evolucionista de la sociedad según la cual las sociedades marchan de estadios inferiores a superiores; y, por tanto, las que pudieron industrializarse son consideradas superiores a las que no han alcanzado ese nivel. Esto se alcanzaría con los hallazgos de la ciencia, la aplicación de la técnica y gobernando a la naturaleza para ponerla al servicio de los humanos. De esta manera se alcanzaría el progreso. Este lo apuntalaría la industrialización (modernización) de los países y la formación de ciudadanos morales guiados por la razón y la cultura moderna (modernismo).
En este proceso, jugaron papeles importantes la industrialización de Inglaterra en su primera fase: 1750 – 1760, los principios políticos emanados de la revolución democrático-burguesa en 1789: libertad, fraternidad, igualdad y el pensamiento de la ilustración del siglo XVIII y XIX. Sobre estos fundamentos teóricos - filosóficos, la Europa capitalista tomó las riendas del mundo imponiendo su sistema y su cultura, incluyendo nuestro continente.
Lo señalado plantea un reto como es construir nuestros propios paradigmas para pensarnos y edificar un modelo de sociedad permeada profundamente por las particularidades de nuestra cosmovisión y valores ancestrales.
6. El proyecto de la modernidad en el continente sigue inconcluso A pesar de las explicaciones, pareciera que aún no se ha dado en el blanco; todavía no se han encontrado las claves que permitan explicar el por qué la modernidad en este continente se ha hecho inalcanzable en los términos de referencia como son los países con grandes avances tecnológicos; y por eso es que “América Latina se encuentra una vez más atrapada en su dilema histórico: cómo alcanzar la modernidad económica, social, política y cultural en medio de la pobreza de las grandes mayorías. En los años ’80 el surgimiento de gobiernos electos y las políticas públicas e ideologías de libre mercado (...) contribuyeron a fomentar las expectativas de que la modernidad era posible. Estas expectativas se confrontaron, sin embargo, con la cruda realidad de la crisis económica que ha agobiado a la región desde fines de los años ’70 y con la fragilidad de las instituciones democráticas” (Espinal; 1995: 95). ¿Cómo alcanzar la modernidad?. Es la interrogante que sigue en el aire y el problema aún no ha sido resuelto. Diversas han sido las ideologías que han transitado el continente, cada una llevando consigo una manera de lograr la modernización; pero después de cierto tiempo de su aplicación, cunde el fracaso, vienen las reflexiones; causas se encuentran afuera, causas se encuentran adentro y a pesar de que las condiciones de existencia del continente cada día se dificultan más, la esperanza es retomada, el sueño sigue allí más fuerte que el sol de estos tiempos haciendo que el anuncio sea más contundente y lleno de redobladas esperanzas, pero al mismo tiempo, insistente: ”Nuestras sociedades deben modernizarse económica, social y políticamente. Adecuar las economías al ritmo de los tiempos no es el único reto. Esto debemos hacerlo considerando nuestras propias realidades y nuestros propios proyectos de nación (...)”(Hirezi; 1995: 94). Este cuasi-decreto todavía no resuelve el problema. Más bien nos pone en apuros: “nuestras sociedades deben modernizarse”, ¿ cómo?, ¿quién?, ¿por dónde empezar?, ¿cuáles son los actores?.¿El Estado?, ¿la sociedad civil?, ¿los partidos políticos?, ¿todos?; y ¿por qué tienen que modernizarse?, ¿por qué no buscar nuevos caminos?, o ¿es que estamos condenados a quedarnos entrampados en las lógicas de la modernidad?. Aquí existe otra parte del reto. Pero el apuro toma visos de urgencia porque “(...) Existe un retraso de la modernidad en tanto autorreflexividad y autodeterminación colectivas. Es decir, la sociedad como tal no logra formarse una imagen de sí misma y, por tanto, constituirse deliberadamente como un orden colectivo. Por consiguiente, los procesos de modernización aparecen como dinámicas automáticas que se imponen a espaldas nuestras(...)”(Lechner; 1995: 124).
Si hay un retraso es porque existe un algo que representa un avance. Y hoy ese avance lo representan, según los apologetas de la industrialización, los países que soportan su industria sobre las tecnologías puntas. Sigue subyacente el sueño del desarrollo, de ser como otros y no apoyarnos en lo que somos para potenciar lo que queremos ser. Alcanzar este sueño hoy se hace más dificultoso por todos los cambios operados en la realidad actual que hacen más complejo el mundo de hoy; lo que hace pensar que “(...)El momento latinoamericano está signado por una paradoja: las insinuaciones de una sensibilidad posmoderna deben dar cuenta de un ingreso tardío a la modernidad. Una paradoja no se puede resolver otorgando privilegio a uno de los términos de la misma. Debe tomárselos al unísono, en conjunto y asumiendo la contradicción. De ahí, el reto del momento actual” (Hernández: 1995: 111).
Es decir, los supuestos teóricos de la modernidad permitió construir una episteme que concibe la vida, ya no gobernada por intervención de lo sobrenatural sino, por obra del mismo ser humano a través del uso de la razón; en un proceso histórico unitario y lineal en el que se interconectan el tiempo pasado, con el presente y el futuro como parte del pensamiento moderno.
7. La CEPAL y el desarrollo de América Latina
En 1945, después de los acuerdos de Yalta, nace la Organización de Naciones Unidas con el propósito de garantizar la paz en el mundo. En el seno de este organismo, se creó la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), en 1948, la cual asumió la rectoría del desarrollo en América Latina. Pero el pensamiento de la CEPAL se construyó, casi al calco, con los paradigmas que se construyeron desde el pensamiento moderno en Europa y reproducidos por las ciencias sociales latinoamericanas en los lazos de dependencia que estableció con el viejo continente; ya que “(...) a partir de Europa se construye un modelo universalista de modernidad y modernización que dio lugar en América Latina a unas ciencias sociales (...) producto de una conciencia histórica particular -la conciencia europea- que se originó y desarrolló en el tiempo y el espacio y de ninguna manera corresponde a la conciencia humana per se(...)”(Lander,1990: 18 y 20).
Esta dependencia epistemológica llevó a que en la CEPAL confluyeran tres paradigmas: el positivismo, expresado en las teorías desarrollistas; el marxismo y su teoría sobre la dependencia y el dependentismo; y las alianzas de clases internas y externas. Sin embargo, la CEPAL hizo algunos aportes a las teorías del desarrollo en América Latina: la teoría de la dependencia se reclama como novedosa y el concepto “heterogeneidad cultural”, entre otras. Pero su pensamiento no pudo superar sustantivamente la lógica interna de las relaciones de sujeción entre los centros de poder y el continente ni las derivadas de la relación capital-trabajo. Su pensamiento quedó anclado en las redes del patrón de dominación del sistema-mundo capitalista en tanto que las corrientes de pensamiento a su interior buscaban un mismo objetivo: la industrialización. Algunas de ellas a través de un capitalismo maduro. Las tres corrientes solo se diferenciaban en las formas de cómo alcanzar dicho objetivo. El marxismo ortodoxo, alumbrado por la teoría del “reflejo” desde la URSS, tampoco pudo superar el dogma desarrollista.
En este marco, la producción teórica de la CEPAL al realizarse dentro del patrón de dominación capitalista a partir del uso del cuerpo teórico y conceptual de éste, reproducía el patrón, sus lógicas internas y, a lo sumo, podía encontrar algunos elementos particulares que se salieran de ese esquema, en tanto que, Europa puso al mundo a hablar un mismo lenguaje. Ello explica lo extraño que resultó para algunos pensadores de la CEPAL el haber encontrado una “heterogeneidad cultural” porque ese concepto no estaba contemplado en el lenguaje - patrón. Lo que hace pensar que, las teorías sobre el desarrollo en latino América nacieron imposibilitadas de producir una teoría distinta a las del desarrollo, contempladas en el acervo teórico de la CEPAL por el sesgo eurocéntrico y la dependencia epistemológica que ya tenía esta organización de las instituciones académicas de Europa y la impronta moderna heredada desde la colonia.
Igualmente, no hubo la oportunidad de considerar las formas de producir conocimientos de nuestros ancestros con tradición y abundancia en el continente ni la de algunos pensadores latinoamericanos. Fueron las teorías de la CEPAL las referencias que tuvo el continente para pensarse, explicar su realidad y, en consecuencia, diseñar los planes y las políticas públicas para transformarse.
Lo antes señalado tiene sentido toda vez que la CEPAL estuvo muy influenciada por la Economía y la Sociología latinoamericana las cuales, a su vez, se habían convertido en ciencias del desarrollo, después de la segunda guerra mundial.
Los paradigmas de la modernidad al pretender ser universalizantes, perdieron de vista la especificidad de la región y se fundaron sobre la base del crecimiento económico, haciendo predominar una concepción evolucionista de la historia y la sociedad. La idea de desarrollo corresponde a un período en el cual, en el proceso de formación de las disciplinas que hoy se conocen como Ciencias Sociales -como consecuencia de la hegemonía de las Ciencias Naturales sobre el saber científico social- predominaba una concepción evolucionista de la misma y de la llamada sociedad, cuya matriz fundamental era el crecimiento económico. Desde esta perspectiva se derivó una denominada Sociología del progreso de acuerdo a la cual, la sociedad avanza de estadios inferiores a superiores superando etapas en su inevitable recorrido.
En efecto, el concepto de ‘Sociedad Evolutiva’ que concibe la eliminación de lo ‘inferior’ en función de la conquista de lo ‘superior’, se convirtió en una ‘idea -fuerza’ en América latina, con la influencia que alcanzaron en el poder, grupos organizados militarmente y altamente influenciados por el pensamiento positivista. Esa ideología desarrollista se encarnó en partidos políticos, instituciones de ayuda y de desarrollo (gubernamentales o no) y en el propio personal burocrático y militar de los diversos Estados nacionales. En ese sentido, los primeros impulsos modernizadores en América latina, provinieron de las oligarquías constituidas y no de las burguesías nacionales permitiendo que tanto el latifundio como todo el sistema de relaciones sociales que de ello se desprendía, pasaran a formar parte del proceso modernizador. La ideología del desarrollo, tomó la forma en América Latina de economía del crecimiento, según la cual para alcanzar el desarrollo y el progreso, era necesario que los países pagaran un costo social.
Asimismo, la lógica del desarrollismo orientó los proyectos políticos de la derecha latinoamericana; pero también se instaló en la izquierda política de este continente. “las izquierdas jamás intentaron romper con el dogma desarrollista sino que lo radicalizaron en una perspectiva anti-imperialista y anti-capitalista de acuerdo con el cual el desarrollo de las fuerzas productivas, desbloqueadas por sus remanentes oligárquicos y pre-capitalistas, desatarían toda una potencialidad si es que se aplicaban las ‘reformas estructurales’ (...)” (Mires: 1993: 25). Es decir, la izquierda no rompió, en términos reales, con lo sustantivo del discurso del Capitalismo sino que fue reproductora del mismo. Esa supuesta ruptura logró alcanzar, quizás, sólo sus programas y declaraciones anticapitalistas. La diferencia entre ambas estaba en las vías para alcanzar la utopía del desarrollo. Mientras la derecha privilegiaba la vía institucional, la izquierda planteaba la revolución.
El desarrollo como ideología, no se quedó en estos niveles sino que llegó más lejos aún, fue a instalarse en las instituciones impulsoras del progreso latinoamericano como la CEPAL, como ya se ha señalado, y en el de los estudiosos de nuestra realidad social. En efecto, “Si en América Latina hay una institución que a la vez es portadora y parte del discurso de la modernización desarrollista, esa es la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) (...). Es más fácil que un sacerdote sea ateo a que un miembro de la institución científica como la CEPAL, ponga en tela de juicio nociones como desarrollo, crecimiento, modernización, industrialización (...)”(Ibidem: 45); nociones que terminaron convirtiéndose en dogmas dentro de esas instituciones, quienes las trasladaron al léxico de la Economía y la Sociología latinoamericana, difundiéndose por todo el continente a través de los llamados Planes de Desarrollo, mandatarios y, principalmente, los planes educativos de las universidades latinoamericanas que, a través de los pensum de estudios, formaban profesionales en las ciencias sociales reproductores e impulsores del dogma del desarrollo.
Otras teorías que fungieron como revolucionarias, caso de la teoría de la dependencia, también estuvieron impregnadas de la lógica desarrollista: “(...) la teoría de la dependencia es la prolongación radicalizada del pensamiento cepalino en las condiciones determinadas por el deterioro de las condiciones sociales que le dieron origen (...)” (Ibidem: 55). La diferencia radicaba en que mientras la teoría de la CEPAL abogaba por una revolución industrial sin ser acompañada de una revolución social, la teoría de la dependencia intentó demostrar que los planes de la CEPAL, por ser impuestos, requerían previamente de una revolución social. En consecuencia, una de las premisas de la teoría de la dependencia era la revolución anti-imperialista la cual debía ser en primera línea anti-capitalista.
Desde este enfoque, la teoría de la dependencia fue, en el mejor de los casos, un ‘cepalismo de izquierda’ que diseñó un discurso en fórmulas recurrentes derivadas de un racionalismo que convierte a la economía ‘en un determinante indeterminado’. Así mismo, sirvió de base para la decadencia de la izquierda en América Latina en los años ‘60 y ‘70, la cual devino radicalismo político que terminó asumiendo posiciones vanguardistas y predeterminando a los actores sociales, y al sujeto histórico de la revolución a partir de supuestas leyes económicas que determinaban el desarrollo de la ‘sociedad’. Las leyes de la Física fueron trasladadas mecánicamente al estudio de las relaciones sociales; lo cual no está sujeto a leyes. Lo más seguro de las relaciones sociales es su impredicibilidad.
Los demás modelos de desarrollo impuestos en América Latina desde los años ‘60, ‘70 y ‘80, léase cepalismo, neo-liberalismo, post-neoliberalismo, tercera revolución industrial, todos están sustentadas sobre la lógica del crecimiento económico o desarrollismo, tampoco escaparon a esta maldición. Esto se refleja en las pretensiones de la teoría de la dependencia y la de la CEPAL, de que el Estado planificara tratando de ajustar la realidad a los planes y no éstos a la dinámica social.
Sobre la base de estas concepciones, se edificó una economía y Sociología, que pretendían “(...) descubrir las supuestas leyes de la evolución de la sociedad (como unidad total), en función de metas que se piensa corresponden a su naturaleza (...)”(Ibidem: 69). Ello llevó a plantear que la liberación respecto a la idea del desarrollo, pasa por indeterminar el pensamiento social respecto a su dominación economicista en tanto desarrollo es y será una noción predominantemente económica.
Traspasada por la lógica del desarrollismo, la Sociología latinoamericana no sólo se transformó en una disciplina ‘subsidiaria’ de la economía, sino también estuvo impregnada por análisis muy parciales o unilaterales de lo real; de allí que encontremos que la Sociología en América Latina, pasa de ser una Sociología del desarrollo a una Sociología de la marginalidad, de la informalidad y, finalmente, a una Sociología de la desintegración pero siempre espoleada por la idea desarrollista.( Ibidem: 70).
Igualmente, el marxismo dogmático latinoamericano, tampoco superó la óptica desarrollista porque “(...)se ha entrelazado con teorías del desarrollo económico. El propio materialismo histórico implicita una teoría del desarrollo cuyo eje es ‘el desarrollo de las fuerzas productivas´(...)”(Ibidem: 73).
Esta visión lleva a concluir que la Sociología y la economía no han podido romper con sus orígenes coloniales y las instituciones científicas “(...) no han hecho más que introducir al interior de las Ciencias Sociales dogmas reguladores que primaban al interior del universo religioso, en el marco de cuya discursividad comenzó a formarse el pensamiento científico moderno” (Ibidem: 161). En consecuencia, pareciera que la Sociología y la economía han revelado en América latina, estar al servicio y reproductoras de las lógicas del desarrollo y al servicio del capital.
Una de las metas de la CEPAL para alcanzar el desarrollo del continente, fue lograr un crecimiento sostenido. Sin embargo, esto se logró parcialmente en algunos casos como Brasil, Argentina y México; pero no fue suficiente porque el crecimiento económico no era destinado a resolver las ingentes necesidades de los pueblos latinoamericanos. El crecimiento alcanzado se lo apropiaban los grupos económicos enquistados en el Estado o la empresa privada.
Pero actualmente pareciera que el mal sigue: “La inestabilidad del crecimiento económico y la frecuencia de las crisis financieras indican que no se han eliminado todas las causas de inestabilidad y que algunas pueden incluso ser hoy más acentuadas” (...) (CEPAL; 2000: 14). Esta realidad ni es nueva ni extensiva sólo a la política de la CEPAL. Hoy pareciera buscarse una excusa que justifique la situación de depauperación de sus pueblos y de crisis económicas que viven los países del continente. En ese sentido, se reconoce que (...)” la inequidad no es una característica exclusiva de la actual etapa; es propia de la mayoría de los diversos modelos de desarrollo que han predominado en América latina y, en menor medida, en el Caribe de habla inglesa” (...) (CEPAL; 2000: 15).
Cierto es que ni desde la idea de desarrollo nuevamente rediscutida en diversos foros internacionales y en el seno del Grupo de los Siete (G-7) ni desde las ciencias sociales latinoamericanas, se ha podido encontrar solución a este problema a propósito de la crisis del modelo de acumulación de capital de la segunda post-guerra, la planetarización, concentración y centralización de la economía, los niveles de depauperación de la población del planeta, la caída del consumo mundial, el decrecimiento económico de los ’80 y ’90 que marcan la crisis del modelo neoliberal como forma particular que asume el sistema–mundo capitalista en la época actual.
Pareciera que no basta con ponerle apellido al desarrollo (desarrollo humano, desarrollo sustentable, ecodesarrollo, desarrollo endógeno, entre otros) porque ninguno de ellos supera lo que pudiera ser la gran contradicción de este tiempo: la razón moderna y su desarrollismo y el uso irracional e indiscriminado que ésta hace de los recursos del planeta; y el carácter finito de dichos recursos que, de seguir así, se correría el riesgo cierto de su destrucción. Se hace necesario pensar en nuevas formas de producir conocimientos, establecer nuevos relacionamientos con la naturaleza y entre los seres humanos. Esto es urgente porque el capitalismo como Modo de producción, sustentado en la episteme moderna así como la socialdemocracia y el socialcristianismo como parte de sus expresiones políticas, no tienen nada que ofrecerles al mundo. Mientras no se resuelva la contradicción principal del capitalismo como es la producción social y la apropiación privada del producto del trabajo humano, no podremos resolver los problemas de la humanidad. Esta contradicción se resuelve con la construcción de un nuevo modelo social en el que la producción social sea distribuida socialmente. Cierto es que el capitalismo está en crisis pero no terminará de sucumbir espontáneamente. Se requiere construir una fuerza socio-política a nivel planetario para garantizar que por primera vez en la historia las mayorías eternamente aplastadas impongan su voluntad a las minorías que siempre han gobernado; pero no para hacerlas desaparecer sino para incluir en un nuevo proyecto social al servicio de todos. A veces las utopías parecen inalcanzables pero hay que construir las formas de cómo viabilizarlas. Ese es parte del reto de estos tiempos.
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